miércoles, 14 de enero de 2015


Agudo y lúdico texto del poeta Sebastián Di Silvestro para presentar
"REALIDAD VS REPRESENTACIÓN", nuevo libro de la poeta Cecilia Fresco. 
La poesía, pibe, es vida o es chamuyo.


El jardinero y glosador lunfardo don Luis Santanatoglia, fumador de Saratoga y autor del legendario aforismo Me cago en el zar de Rusia y en todos los zarabichitos, seguramente hubiera retraducido la frase de Meschonnic que afirma Solo existe el poema si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida, sentenciando, desde su altura de bardo popular y barredor de veredas, algo así como La poesía, pibe, es vida o es chamuyo.
            Podrán considerar arbitraria la comparación entre estas dos formas, aparentemente disímiles, de expresar un pensamiento que resulta afín; y más arbitrario aún, que me permita introducir en el contexto de esta presentación, la figura entrañable de mi querido –y absolutamente desconocido para ustedes– don Luis Santanatoglia, jardinero y peón de maestranza en la escuela de curas donde hice, a mi pesar, la primaria y la secundaria. Pero ni una ni otra presunta arbitrariedad son tales para mí, porque el asunto de la evocación y todo el manyamiento de la forma, tienen mucho que ver con las dos o tres reflexiones que me suscitó Realidad vs. Representación, el libro de poemas de Cecilia Fresco, sobre el cual estoy comenzando a darme el gustazo de hablar.
            Acá está el libro. Lo tengo en mis manos. Y cómo las impresiones son de naturaleza más perceptiva que ideológica o dialéctica, a cuento del enfrentamiento planteado desde el vamos en el título, donde se nos anuncia que dos sustantivos abstractos se irán a las manos, quiero volver a referenciarme en una escena familiar que sucede en el living de la casa de mis abuelos, frente a la tele blanco y negro, cuando con 4 años cumplidos vi caer sobre el ring a Richie Kates, fulminado por el cross de izquierda de Víctor Galíndez, que lo noqueó segundos antes de la última campana, en la pelea más sangrienta que se recuerde y uno de los momentos más gloriosos del deporte argentino, según sentenciaría mi viejo, hasta el día de su muerte, en uno y otro foro pugilístico.
            Esto fue lo primero que vi en el libro. La tapa. Que me recordó el nombre de un paraje rionegrino mítico en mi imaginario: Blancura centro. Y en medio de esa blancura, precisamente al centro, un boxeador lanzando a otro un cross de izquierda. Porque no fue un uppercut lo que volteó al yanqui en Sudáfrica en 1976, sino el cross de izquierda, repentino y como chicotazo, que el negro Galíndez, con la jeta chorreando y a ciegas, descargó implacable sobre Kates, como descarga Ceci ahora sobre nosotros estos poemas, para que además de acunarnos en su música rara / un poco sola / llena de pajaritos, además de emocionarnos por la familiaridad de sus paisajes íntimos, los abordemos como una indagación entre aquello que nos resulta real, en tanto impresión emocional y física y su al menos dudosa –y nunca lo suficientemente real para naides– representación a través del signo.
            Comenzar a pensar es comenzar a estar minado, escribía Albert Camus en medio de la segunda guerra. Claro, porque comenzar a pensar es,  de algún modo, comenzar a estar amenazados por un “desdoblamiento” que nos circundará mientras vivamos y que más de una vez amenazará nuestro “sentido de la realidad”, al establecer una distancia –conflictiva para la conciencia– entre el registro físico, emocional, atávico, energético, de cada una de nuestras experiencias, acuñadas al arbitrio, o al efecto o a la causa, de nuestra propia sensibilidad; la distancia –digo– entre nuestras percepciones sensoriales, y su representación por medio del lenguaje a través de símbolos, de convenciones, de premisas fijas, en cuya fijación ha intervenido, haciéndose, la cultura. Es decir: las formas que adoptamos, las que reproducimos y hacemos propias, las que nos pertenecen, las que nos suceden a toda hora y en todo lugar, obviamente también a la hora de amar, de padecer, de celebrar e imaginarnos.
            Y es ahí, justo al medio, entre la realidad sentida –indivisible– y el chamuyo del signo y sus significantes subjetivos, donde se para Ceci. ¿Con que intención? ¿Detener la pelea? ¿Darle un chupón a uno de los boxeadores? No. Nada de eso. Va a leer sus poemas. Lo hará modulándolos suavemente y en el Luna Park o en el Pedro Extremador se hará silencio. Porque habiendo vivido –y sobrevivido– a la crudeza del clima y de la vida con el cuerpo y alma, ahora puede nombrar la primavera como un atleta olímpico. Como rubor de mimbres. Y celebrar. Riéndose.
            Sostenida en sí misma, en su palabra íntima, parada entre Charles Ingalls / y Charles Peirce, la chica que conoce el ciclo del manzano, la que afirma: cuanto más grande es más lento, la mamá tremenda parida por sus hijos, la pícara, que sabe que una foto no muerde, es también la que aprendió con el cuerpo que un poema transforma, porque vuelve a unir lo indivisible, devuelve al presente la vida sentida –la neta carnal –  y nos confirma una vez más que el tiempo no es lineal, que heredamos un hilo indestructible / infinito, y que siempre nos bañaremos (…) en el mismo lago, los amados hasta las estrellas, los vivos y los muertos, en la realidad física –material– del cuerpo, la casa en que guardamos la auténtica memoria. El cuerpo: donde lo recordado sucede otra vez.
            Por caso, mis recuerdos con el viejo don Luis, gardeleano impoluto y aforista de fuste, cuyos papeles guardo entre mis tesoros y en cuyo cuchitril fumábamos de arriba y a escondidas, bancados por un viejo con sentido común, que nos despabilaba respecto a la amenaza que implicaba estar expuestos, constantemente, a la potencia oscura de una lacra clerical y pedófila.
            Oiga joven, esto no es un velodrómo, en estos versos la percanta no da vueltas –hubiera sentenciado don Luis–. Porque en el caso de Realidad vs. Representación, al viejo jardinero –al igual que a un servidor– le hubiera resultado cierta la afirmación del franchute Meschonnic. Estos poemas existen porque la vida de su autora transformó su lenguaje. Y es de esperar que su lenguaje, para regocijo y fecunda introspección de quienes nos reflejamos en su escritura, siga transformando su vida. De ese modo vamos a poder seguir escuchando –o leyendo– su voz coloquial cuando escribe un signo es algo / que está en lugar de algo / es cierto, pero hubo / un lugar / un lejano país / donde viví una cosa / que fue ni más ni menos que esa cosa.
            ¿Y dónde está esa patria –esa tierra firme– en la que no hay dudas ni “desdoblamientos” y donde las verdades son ciertas, porque fueron descubiertas con los sentidos y el corazón?
            A cuento de esa patria –viva en nosotros– es que volví a don Luis y a mis abuelos y convoqué a sus almas a sumarse a esta peña de vivos –y de muertos– que hoy celebramos un libro. Porque esa patria, a la que nos convoca Ceci con sus poemas, no es más ni menos que la patria de la infancia, un bloque casi sólido, no cambia / no se mueve / no se achica, un territorio virgen donde vivimos realidades que aún nos acompañan, en posturas, en gestos, en modales; de ser, de parecer, de perdonarse, de volver a elegir. La tierra inevitable, donde cada momento / tiene su luz, su tono / que dura y pasa / y se pierde para siempre / y se queda para siempre.
            Los habitantes de esa patria –donde intuyo se hayan las fuentes compasivas de nuestra sanación– son las niñas y los niños que somos, los que jugamos en los mimbres y pisamos tierra llena de flores, idénticos entre sí y para sí mismos, en la inocencia y en la entrega.
            Lo verán ustedes con sus propios ojos: las realidades que se enfrentan a sus “representaciones” en estos textos están pobladas de inocencia. Es una niña la que expresa en un poema el secreto del principio –indivisible y germinal– del universo. Ese nudo primero, sin polaridades, al que su alma –poéticamente– se reconoce unida. No a la chispa / o relámpago / o quién sabe / que engendró la célula / y su movimiento, sino al principio, porque su poesía intuye, que fuimos, somos y seguiremos siendo, parte de una semilla, íntegra, cálida, de existencia anterior a las teorías semióticas.
            Cada sustancia viva –escribió Leibniz– es un espejo viviente del universo (…) y todos son felices e infelices / según les toque / según puedan / según les de la gana, escribe Ceci que ahora sabe que todos los viajes son en el tiempo y tiene sus recuerdos cocidos / avalados por Singer / que es como decir madre. Madre y niña. Sonriéndose a sí misma a través de sus versos. Consciente de que todo –por todo y por vivido– tiene sentido / sin ser la maravilla.
            Hilvanando una metafísica doméstica y laica, con el asombro intacto ante la materialidad de la experiencia, dándole la palabra al cuerpo, para quedar a salvo de cualquier perfección / de toda calma, celebrando los hijos –con los que nació un poco– y el amor que no puede explicar con palabras, en sus personalísimos poemas, Ceci pone de manifiesto una conciencia cultivada en la densidad de lo que es, evidentemente, la vida, terrenal, receptiva, amorosa, cuyas intimidades conocen sutilmente las madres intuitivas, las que una vez paridas por sus hijos son para siempre flecha lanzada.
            Pero lanzada en una dirección –nos dice la poeta– dictada por algo anterior / ajeno / a todo pensamiento. Dirección, que es sabido, no evade –por natural y por certera– la gravedad del ciclo de la vida y la muerte, al igual que este libro, afirmado en la vida, no evade los restos de un pasado (…) las marcas en el cuerpo (…) los dedos de la lluvia sobre el techo (…) el sol entre nosotros uniendo cada cosa (…) la cajita infinita / pesada, la de guardar / cosas tremendas. Porque la vida del espíritu –dejó escrito Hegel– no se espanta de la muerte, ni se mantiene incontaminada de ella. Y Ceci lo sabe, lo vive, lo expresa: Una ausencia todas / las ausencias (…) Los que murieron tienen el tiempo eterno (…) no se apuren, todos / vengan / no es necesario irse tan rápido. Versos dados a luz por un espíritu –a todas pruebas poético– sustentado en la vida y también en la muerte, pero completamente entregado al presente para que la felicidad trabaje.
            El ser iguales a quienes verdaderamente somos debemos crearlo en nosotros mismos, propone en La danza de la realidad el chileno Alejandro Jodoroski. Y yo pienso que Ceci, sin pretensiones ni veleidades, ni ostentación de ningún tipo, con este libro, donde ha logrado –como señala Carolyn Riquelme en su reseña– hincar el trabajo de escritura en lo mínimo (…) para decirnos que la alegría también la podemos nombrar, ha conseguido a su vez –con manos luminosas– crearse nuevamente idéntica a sí misma, para seguir mirándose de frente sin mosquearse, para seguir amando y asombrándose –simplemente– y de ese modo seguir prodigando versos como espejitos, donde sus lectores podremos mirarnos y reconocernos, una y otra vez.
            Por lo demás espero que ustedes sepan disculpar esta perorata sarmientina, echada desde el púlpito de un candor romántico, ya que finalmente no han sido los signos ni las representaciones subjetivas que utilizó Ceci para expresarse, las que me conminaron a compartir mis apreciaciones con respecto al libro, sino la resonancia de su palabra en mí, el brillo amoroso de una longitud de onda, la afinación de una cuerda que misteriosamente sentí propia, en su intención fecunda de soltar lo sufrido, aceptar lo pasado y celebrar la vida, que transcurre en presente, a la vez que vamos criándonos los unos a los otros –creándonos– en los avatares de la conciencia y la cultura, mientras todo se mueve lento / y continuado (…) de la raíz a la luz / juntando cada sol / dejando lo que no.

Sebastián Di Silvestro

* Las expresiones resaltadas en negrita son versos y/o títulos de los poemas incluidos en Realidad vs. Representación de Cecilia Fresco.

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